5.6.08

04


La ciudad seguía siendo igual al margen del tiempo: la misma ciudad ardiente y árida de sus terrores nocturnos y los placeres solitarios, donde se oxidaban las flores y se corrompía la sal, y a la cual no le había ocurrido nada en cuatro siglos, salvo el envejecer despacio entre laureles marchitos y ciénagas podridas. En invierno, unos aguaceros instantáneos y arrasadores desbordaban las letrinas y convertían las calles en lodazales nauseabundos. En verano, un polvo invisible, áspero como de tiza al rojo vivo, se metía hasta por los resquicios más protegidos de la imaginación, alborotado por unos vientos locos que desentechaban casas y se llevaban a los niños por los aires. Los sábados, la pobrería mulata abandonaba en tumulto los ranchos de cartones y latón de las orillas de las ciénagas y se tomaban en un asalto de júbilo las playas pedregosas. Durante el fin de semana bailaban sin clemencia, se emborrachaban a muerte con alcoholes de alambiques caseros, hacían amores libres entre los matorrales, y a la media noche del domingo desbarataban sus propios fandangos con trifulcas sangrientas de todos contra todos. Era la misma muchedumbre impetuosa que el resto de la semana se infiltraba en las plazas y callejuelas de los barrios antiguos, con ventorrillos de cuanto fuera posible comprar y vender, y le infundían a la ciudad muerta un frenesí de feria humana olorosa a pescado frito: una vida nueva.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

y esto de donde ha salidoo? :3
que buay
tequiero
tu estaras viendo a HIBAN ferreiro rocher mañana
que envidia!